sábado, 21 de abril de 2018

Gertrudis Gómez de Avellaneda III


27 de julio de 1850
Los 10 años que han pasado desde la última vez que escribí en el diario han sido, sin duda, los peores de mi vida. Para empezar, quiero aclarar que pretendía escribir más a menudo, pero por los asuntos que relataré a continuación, me ha sido imposible.
El horror empezó en 1844 cuando conocí a Gabriel García Tassara. Al poco de conocernos empezamos una relación basada en el amor, los celos, el miedo y la admiración que sentía por él. Esta relación, tóxica en todos los aspectos, duró tres largos años y acabó de la peor forma cuando le confesé que estaba embarazada.
Creo que fue la vez que más miedo pasé en toda mi vida. Estaba temblando y, nada más decírselo, la voz se me resquebrajó y comencé a llorar desconsoladamente, hasta que Gabriel reaccionó y me acalló a base de golpes. Durante la paliza y aun después de ella, mi mente estuvo ausente, mi mirada reflejaba más que miedo, indiferencia, pues en lo único en lo que pensaba era en el bebé y en lo que pasaría si es que este sobrevivía. Eso sí que me daba miedo porque ¿qué haría una madre soltera y, además, escritora, en pleno siglo XIX? Ya os lo digo yo: sobrevivir como podía mientras el resto del mundo la repudiaba.
No sé si, por desgracia o por un golpe de suerte, a los siete meses, mi hija murió. Algunos me llamarán frívola por haber pronunciado estas palabras, pero la realidad es que, aunque me dolió en lo más profundo de mi corazón, la niña había nacido enferma y, debido a la exclusión social y al rechazo de su padre, antes o después, me habría visto obligada a darla en adopción a un orfanato donde sería criada en las peores condiciones.
Al año siguiente, tras haberme recuperado ligeramente, me casé por primera vez. Pedro, así se llamaba mi marido, era un poco más joven que yo, compartía mis aficiones literarias y me trató muy bien mientras estuvimos juntos. Pero la relación fue efímera, pues de nuevo la desgracia se cernió sobre mí y, sobre todo, sobre mi amado, el cuál pereció tras una terrible enfermedad a los pocos meses de haberse realizado nuestra unión.
Fue algo desgarrador y el dolor y la angustia me envolvieron. Pensé que no podría salir de ese pozo tan negro y tan profundo dentro del cual me era imposible ver la luz. Cuando estaba ya apunto de rendirme y sumirme en la más profunda de las penas, encontré un rayo de esperanza entre tanta oscuridad y me refugié en La Sagrada Familia de Burdeos, al cobijo de Dios.
En este lugar llevo varios meses y la paz y tranquilidad que transmite me ha permitido reanudar mis labores de escritura. He escrito dos elegías para mi difunto esposo y ahora estoy escribiendo un libro, Manual del cristiano, para agradecer al Señor el consuelo que me ha procurado.

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