23 de enero de 1865
Cada vez hacemos más avances. Siento que por primera vez mi labor se ve recompensada: las presas están cada vez mejor, algunas confían en mí y he conseguido aumentar su ración de alimento, además las condiciones son cada vez mejores, e incluso he logrado descubrir un poco de esperanza en todas ellas. Si contase las condiciones en las que estas pobres criaturas se encontraban hace apenas unos meses nadie me creería; era algo inhumano, iban descalzas y con ropas raídas, trabajando como animales y siendo azuzadas con palos cuando se consideraba oportuno. Pero ahora no, ahora esa realidad ha mejorado, he conseguido ayudar a esas mujeres, que miren más allá y piensen en qué harán tras su salida de prisión, ahora hay un futuro tras las rejas que antes se les negaba por sistema.
Me ha costado meterme en esto. Hay personas que me temen e intentan poner fin a las mejoras que trato de introducir. Aquellos a los que no les conviene esta nueva forma de hacer las cosas intentan sabotearme constantemente, pero no se puede poner freno al cambio, la evolución no se puede detener. Además, la propia reina Isabel es quien me ha nombrado visitadora de prisiones de mujeres y tenerla de mi lado me ayuda a ganarme el respeto de algunos, o la antipatía de otros, según se mire, pero tienen que callar con tal mentora.
Creo que Jesús vendrá dentro de poco a visitarme. Hace ya tiempo desde la última vez que nos vimos y he de admitir que lo añoro. Solo él fue capaz de sacarme del letargo de infelicidad en el que me encontraba cuando abandoné Madrid con la única compañía de mis dos pequeños. Él me hizo dejar de pensar, aunque solo fuera por un instante, en mi querido Fernando. Gracias a él, y por qué no a su inseparable violín, la esperanza ha resucitado en mí y ahora puedo decir, por primera vez en mucho tiempo, que soy feliz de nuevo, realmente feliz. Hasta podría decir que me siento algo celosa de ese afligido instrumento que lo arrastra constantemente lejos de mi lado para deleite de muchos, siempre nuevos, siempre distintos.
Doy gracias a Dios por haber huido del ruido de la capital para aislarme en Oviedo, donde el destino quiso que alquilara la casa de la madre del que a partir de entonces se convertiría en mi mejor amigo. Jesús vino a mí como un rayo de luz y esperanza, me hizo sonreír por primera vez en mucho tiempo y me dio las fuerzas necesarias que me hacían falta para continuar, para seguir luchando y escribiendo por aquello que más me importaba, es más, en gran medida es a él a quién debo el premio que me otorgó la Academia. Bueno… a él y al pequeño Fernando, cuyo nombre me sirvió para poder presentar el ensayo al concurso aunque, ironías del destino, al final no sirviera de nada y acabasen descubriendo la verdad y no teniendo más opción que concederme aquel premio.
Fernando y Ramón están cada vez más mayores y son dignos hijos de sus padres. Ramón suele interesarse por los temas que atiendo y me da a mí que está hecho un auténtico justiciero, un luchador, un idealista. Fernando por su parte es algo más serio y reservado, sin embargo posee una admirable sensibilidad y no hay día que no vea en él el reflejo de su padre.
La inhumana situación que sufrían las presas me hizo reflexionar sobre lo cruel que puede llegar a ser el hombre y sobre el daño que puede causar la ignorancia, pues esas personas, tanto presos como carceleros, probablemente no se encontrarían allí si alguien los hubiese enseñado a pensar por sí mismos, si alguien les hubiese abierto las puertas del saber y los hubiese llegado a educar.
Tras haber vivido y haber visto todo cuanto sucede en ese otro mundo ajeno al nuestro que son las prisiones, tengo la irrefrenable necesidad de contárselo al mundo, de enseñar qué pasa tras las verjas y dar a conocer la necesidad de cambiar, no solo el sistema jurídico y penal, sino el indecente trato humano que las presas reciben en prisión. Es esta la razón por la que quiero plasmar, negro sobre blanco, el lado más humano de estas delincuentes.
Quizá lo más indignante e injusto de esta triste situación sea el hecho de que la mayor parte de las presas son mujeres que, por su situación económica o familiar, se han visto obligadas a delinquir y por eso están sufriendo un cruel castigo. La mayoría no son más que gente buena con mala suerte y necesidades que cubrir. ¿No es absurdo castigar a alguien por robar y hundirle de tal forma que no se le dé más opción que la de seguir robando? ¿No es absurdo escarmentar a estas criaturas en lugar de enseñarles a comenzar de nuevo? Eso pretendo, que a nadie se le niegue un futuro del que debería ser dueño.
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