20 de enero de 1893
Escribo estas líneas con la certeza de que habrán de expresar mis últimas palabras. Mis dolencias son cada vez peores, ahora apenas puedo levantarme de la cama y creo que ya no me queda mucho más por hacer en este mundo. He llegado incluso a superar mis pretensiones y me veo capaz de decir con vanidad que he ayudado a que en el día de mañana se pueda vivir en un lugar mejor, al menos con esa idea me voy.
Ahora me encuentro en Vigo, en una acogedora casa, no muy grande, pero a mi parecer perfecta, es más, me da pena dejar atrás este baúl de los recuerdos, me entristece pensar que en apenas unas semanas ya no quedará rastro de mí en este lugar. Mi pequeño escritorio estará vacío: sin hojas de papel que lo ocupen, sin una pluma machada de tinta en la escribanía que con tanto afecto conservo de mi padre, sin el desorden y el caos de mis libros y bártulos… sin nada. Dentro de poco la chimenea estará apagada y en ella solo quedará un puñado de cenizas sin ningún valor ni sentido, los juguetes que conservo de mi niña se perderán… se perderán como lo harán el resto de las cosas y en este lugar, en mi pequeño hogar, no quedará nada que de fe de mi existencia; lo único que verán algunos, no muchos, presumo, será una humilde lápida con mi nombre cincelado sobre la fría piedra.
Es horrible pensar en esto, imaginar qué será de todo, qué será de todos cuando yo me vaya. Se me hace tan doloroso como difícil. Pero, a pesar de eso, estoy bien, no tengo miedo de marchar, no quiero morir siendo una carga para el resto, me niego a acabar en una cama tras haber dejado de reconocer el rostro de aquellos a quienes amo, tras haber dejado de ser yo misma.
Sé que cuando la muerte me arrastre a su morada nada cambiará, la gente seguirá con sus vidas, todo seguirá adelante y las cosas pasarán con normalidad, como siempre ha sido y debe ser. A buen seguro algún periódico dejará un pequeño hueco en el que se comunicará mi fallecimiento (“Mujer ejemplar que dio lecciones a muchos”, dirán algunos, “Visitadora de cárceles”, dirán otros, “Una entrometida que no debió salirse de su sitio”, pensará la mayoría de hombres como Dios manda al leerlo). Algunos se lamentarán, pero en apenas unos minutos ya lo habrán olvidado. Otros ni verán la noticia y seguro que habrá algunos que incluso se alegren de ello y, la verdad, debo decir que también de eso me enorgullezco, de haber sido capaz de provocar a aquellos que mandan, de haber logrado cambiar algunas cosas y haber demostrado mi valía al mundo.
Ahora, he de confesar que hay una cosa que sí me da un poco de miedo, y es dejar solo a mi pequeño Fernando. Parece tan serio y tan duro a veces… pero en realidad no es más que un corazón desvalido golpeado por la vida, como le pasó a su madre. Él es mi mayor obra, es lo mejor que dejaré aquí tras mi partida y no hay libro, artículo o acción alguna que pueda ser digna de igualarlo. Es por él que ahora me encuentro en Vigo y es por él que años atrás estuve residiendo en Gijón. Él ha sido quien ha estado siempre a mi lado y ha permanecido conmigo aun cuando todo se venía abajo y yo no era más que una triste anciana enferma y hastiada de vivir.
Estos últimos años los he dedicado únicamente a terminar mis obras y hacer posible su publicación y su posterior edición. Como he dicho muchas veces, la mejor arma para cambiar el mundo es la cultura, la mejor herramienta es el saber y la libertad que trae consigo. Mi propósito siempre ha sido el de ayudar, el de hacer justicia y traer algo de paz y felicidad a aquellos que lo necesitan, por eso publicar estas últimas obras es tan importante para mí. El mundo necesita saber lo que pasa para abrir los ojos y formar parte del cambio que se nos echa encima; no puede seguir mirando para otro lado como si no fuera responsabilidad suya.
Es ahora, en el ocaso de mi vida, cuando me veo obligada únicamente a dar las gracias y a recordar con tanto amor como añoranza a todo aquel que me ha apoyado y por el cual la publicación de algunos libros como La instrucción del pueblo, uno de los trabajos que más estimo, y mi ensayo La educación de la mujer, han sido posibles. ¿No acabo de decir que es el cocimiento lo que nos permite evolucionar? ¿Qué habría sido entonces de mí de no ser por la gracia de todos aquellos que lo hicieron posible? Si me hubiese sido negada una educación, probablemente no sería quien soy.
Por extraño que parezca, me siento pletórica. Me siento feliz... no, no es eso, en paz, estoy en paz y no veo el momento de decir adiós, de irme definitivamente, de decir a mi hijo que le quiero y que sé que va a llegar a todo a lo que se proponga, de dormirme y no despertar jamás. Añoraré los soberbios carballos y las azules hortensias que crecen henchidas de vanidad en los rincones más pobres de mi Galicia querida. Quizá allá donde voy haya algo así de hermoso, no lo sé. Tampoco quiero saberlo, solo espero el momento de ver de nuevo a mi amado Fernando, de besar a mi niña, a mi pequeño angelito, de decirle a mi hijo Ramón, fallecido hace apenas unos años, cuánto he sido capaz de echarle de menos, de abrazar a mamá, de coger a mi padre de la mano y darle las gracias por convertirme en quien soy.
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