sábado, 21 de abril de 2018

Concepción Arenal I


25 de noviembre de 1841



Hay quien dice que los grandes cambios llevan su tiempo y que las revoluciones se inician paso a paso, con las cosas más pequeñas e insignificantes, con aquellas acciones que a prácticamente a nadie afectan, de las que nadie se da cuenta. Si eso es cierto. Hoy, 25 de noviembre de 1841, debería ser un día histórico para nosotras las mujeres, pues, aunque sin posibilidad de matricularme, a partir del día de mañana podré asistir como oyente a la universidad; podré sentarme en las sillas, caminar por los pasillos, escuchar el discurso del profesor y todo ello sin necesidad de disfrazarme, sin tener que ocultarme ni fingir ser quien no soy, sin tener que negar mi condición de mujer para poder acceder al tan ansiado conocimiento. Esta noche guardaré mi disfraz en un apartado baúl con la esperanza de no tener que volver a usarlo nunca.


 Recuerdo a mi padre como si ayer mismo hubiese sido la última vez que lo vi, su apasionada forma de hablar, su rostro serio y aquella mirada, aquella incomparable mirada tan llena de bondad como  de perspicacia. Ahora, sumergida en la oscuridad de la noche y en la envolvente paz que trae consigo,  juraría poder oír su voz, tocar sus ásperas manos, poder verlo otra vez y ver en su mirada el orgullo que sentiría al ver la persona en la que me he convertido. Mi padre murió hace ya tiempo, apenas tenía nueve años cuando lo arrestaron y fue obligado a cumplir condena, una condena que al poco tiempo acabaría causándole la muerte, pues ¿qué mejor sitio que una prisión para contraer enfermedades? ¡Qué impotencia, qué frustración, qué dolor trae consigo la muerte de un ser querido!, ¡qué desgracia saber tan bien lo que siente, ser consciente de que todo no dura para siempre y de que aquello que se va ya no vuelve nunca a nuestro lado! También añoro a mi madre, a mi abuela y… ¿cómo no? a mi pequeña hermanita, sin ellas nunca habría logrado llegar a este punto, sin su apoyo, sin que me inculcaran esta sed de conocimiento que ahora me carcome por dentro y, ¿por qué no decirlo?, sin la holgura económica que ambas herencias han llegado a proporcionarme.

Es injusto, el mundo que nos rodea es una gran y cruel injusticia, en la que solo ganan los poderosos, en la que solo los hombres tienen derecho a expresarse, en la que el dinero lo mueve todo y aquellas personas que intentan traer paz y justicia no acaban siendo más que silenciadas por aquellos a quienes no les interesa su presencia. Me niego a que esto siga así, me niego a agacharme ante este sistema corrupto, a dar la razón a quien no la tiene, a permitir que personas como mi padre mueran injustamente todos los días. No sé qué me deparará el futuro, tampoco sé cómo ayudaré a cambiar el mundo o quién va a ser mi acompañante para tan larga travesía, pero lo que sí sé es que esto no puede seguir así.

Ahora, envuelta en el silencio y la soledad y con la única compañía de la pluma y el papel, estoy dispuesta a plasmar mis pensamientos, a narrar mi vida, a dar a entender al mundo que tenemos que cambiar, a informar a la gente y a hacer ver a futuros lectores qué es lo que ahora me atormenta.

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